El niño no puede conciliar el sueño, es una de esas noches en que las sábanas acarician las zonas erógenas de su incipiente y excitada pubertad.
Semidormido, con el desvelo frenético de su sexo, y sin oponer mayor resistencia que una exacerbada pereza, se entrega a su propia auto-complacencia.
En el cuarto de al lado, una mujer espera impaciente sumergida en un viernes de whisky, borracha de promesas lujuriosas que le había encomendado su marido para esa noche.
Recostada en su cama, comienza a leer un pequeño libro de cuentos que recibió a cambio de una mirada fría y unas monedas en el tren, que oportunamente serviría para ignorar la ansiada espera.
Inesperadamente el sonido del teléfono perturba su concentración en la lectura, exaltándola. El llamado es de su esposo, que brevemente posterga el encuentro por otra repentina reunión de negocios, inobjetable circunstancia que justificaba la anulación y el desprendimiento de aquellas ardientes promesas. Sola en su cama, con el silencio de lo irremediable, trata de resignarse y continuar con la lectura...No habiendo terminado aún el primero de los cuentos, suspira pensante, abandonando el libro en la mesa de luz...Y lentamente se entrega a sus pensamientos que, algo perturbados por el alcohol, comienzan a inquietarse dentro de su cuerpo.
Semidesnuda empieza a dar vueltas por la alcoba retorciendo entre sus manos la botella, que con el último sorbo le regala alucinaciones acaloradas, encendiendo su sexo que toma vida propia babeando y latiendo.
Inusitadamente poseída por los instintos, el tacto o simplemente por una extraña inercia, sus manos descontroladas acarician su pubis, mientras sus pechos erguidos, con sus pezones expectantes de ser ferozmente capturados.
El derrumbe sobre la cama es inminente, para dar comienzo a una candente batalla contra los abismos de su cuerpo...
Contemplando los colores de sus alucinaciones, que van perdiendo brillo como quedándose sin combustible, bastaría un parpadeo para que sus ojos quedasen varados en la botella vacía que, fálicamente erguida en la mesa de luz, distrae sus fantasías, tanto como para sentir la boca reseca, pretendiendo levantarse, casi no dándose cuenta de su desnudez, con el cuerpo caliente aún en trance recoge la bata de seda y se envuelve en ella, para emprender la búsqueda de más alcohol, que limpie la saliva pastosa de su boca y avive el fuego de sus pensamientos.
La casa queda poseída por la más perversa de las coincidencias y en el aire se respira una neblina invisible de estrógeno y testosterona, esa misma coincidencia perversa que se aprovecha de las ausencias, del padre y esposo, de la hija y hermana.
La vuelta a su cuarto es en silencio, cada tres o cuatro pasos toma un trago que resuena en su garganta, aún más que su liviano andar. Tan meticulosa es su procesión, que cuando está por entrar a su alcoba se percata que del cuarto contiguo, con la puerta entreabierta, una pausa entre el silencio y una tenue melodía de jadeos y vigorosas respiraciones, que curiosamente percibe...
Se acerca con prolija cautela a las más oscura de las penumbras, y se encuentra con la luz de una luna morbosamente fetichista que asecha por la ventana, iluminando parte de un vientre trémulo y joven, y el brillo húmedo de un sexo, sometido a unas jóvenes manos en una búsqueda arrebatada...
A la distancia más tensa... En ese espacio que se expande y reduce... Esa única imagen la transporta y a la vez la libera de alguna culpa, porque sólo era un vientre y un sexo “casi” desconocidos por ella, descubiertos por la luz de una luna que coincidentemente se aliaba mordazmente a las otras coincidencias.
Atónita, observa la imagen durante algunos segundos...
En la más ebria de las corduras, una brisa de lucidez la desencanta y la guía a su cuarto, al que llega aún más consternada y excitada. Ya recostada en su cama continúa bebiendo y lentamente retorna a sus pensamientos, que extrañamente más motivados la van arrastrando en un intenso frenesí.
En esa alterada escalada, en el ápice de las llamas del orgasmo que procura su llegada, no puede reprimir los más agudos gemidos, que inconscientemente se dejan oír hasta el pasillo.
Entre tanto, el joven se incorpora rápidamente intrigado por la identidad de esos gemidos, sospechando una infidelidad, ya que no había oído llegar al padre, quedando eclipsado, ante sus libidinosos pensamientos que cobran vida ante sus sorprendidos ojos, bajo el marco de la puerta abierta de par en par, frente a la esposa de su padre, y la madre de su hermana...
La bajeza de la imagen era cada vez más motivadora, el juego de estar conciente, de verse uno oculto y el otro observado que por el momento ignora la secuencia.
Absorto, sin pestañar, agudizando al máximo la mirada atenta que sin pausa, termina por ser descubierta... Y una mirada ebria que acepta, otra que se invita, se entrega y captura, casi sin darse cuenta...
Totalmente fuera de contexto, la puerta de entrada es violada por un manojo de llaves que sigilosamente se introducen en la cerradura, y alguien que entra a oscuras, cuidadoso de no hacer ruido con el celofán que envuelve a un gran ramo de rosas, con la intención de sorprender a la esposa, con su llegada anticipada. Se descalza y así, a hurtadillas saboreando su chanza sube las escaleras que lo encaminan a su alcoba, no ha llegado aún cuando lo impregna una lluvia de salvajes quejidos, desencajado apura el paso, y sus ojos se estrellan contra las más impuras de las imágenes...
Afectado por una sensación impúdica, con los ojos azorados, escandalizados y perplejos, se deja embrujar por la lucha hambrienta de los dos cuerpos, hasta que ambos fallecen.
Y con la misma cautela que llegó, abandona su casa. Tres horas después regresa y se recuesta en la quietud de la madrugada.
En la mañana, la ausente, hija y hermana, llega con facturas para el desayuno familiar.
La escena gira en torno a los disfraces de ingenuidad y normalidad, que se que sorteaban en las últimas horas.
El ruido del silencio aturde a los pensamientos que por momentos se manifiestan en pupilas trémulas.
Es la hora del almuerzo y el jefe de la casa queda varado en un silencio que es notado por nadie, aunque el redoble de sus dedos en la mesa se hace cada vez más fuerte, la voz ingenua de su hija contaba los detalles de su cita de anoche a su hermano y a su madre, e improvisadamente el más trivial de los comentarios hecho por la madre desató la ira contenida del esposo que desata la mano inquieta que culmina con el compás de martilleos para terminar con la onomatopeya maldita en el más violento de los cachetazos, que se estrella en el rostro de la madre de sus hijos y se detiene súbitamente, con sus ojos que recorren la mesa para encontrarse con la mirada desconcertada de su hija, las pupilas sollozantes de su mujer que parecieran revelar lo que su esposo ya había expuesto.
Pero la mirada tensa del hombre se va quebrando lentamente para terminar ante los ojos fríos que ocultos bajo el seño furioso del niño que sin parpadear, desentierra del abdomen de su padre un cuchillo envuelto en una película de sangre que deja al lado de plato en el que estaba comiendo.
La última mirada del hombre se la dedicó al que continuaría con la descendencia y asumiría como hombre de la casa.
Sólo este libro es un testigo abandonado y quizás generador de este episodio en el que se desenvuelven algunas de las rarezas humanas, en una única coincidencia...
El Padre y Marido:
Nunca se entero de nada aunque coincidiendo con el cuento esa noche llego mas tarde.
La Hija y Hermana:
Tampoco se entero de nada, enfrascada en su mundo.
La Madre y Esposa:
Aun no termino de leer el libro que compro en el subte.
El joven Hijo:
Llego a su clímax cuando terminó de leer el libro que había encontrado en la mesa de luz de su madre.
Semidormido, con el desvelo frenético de su sexo, y sin oponer mayor resistencia que una exacerbada pereza, se entrega a su propia auto-complacencia.
En el cuarto de al lado, una mujer espera impaciente sumergida en un viernes de whisky, borracha de promesas lujuriosas que le había encomendado su marido para esa noche.
Recostada en su cama, comienza a leer un pequeño libro de cuentos que recibió a cambio de una mirada fría y unas monedas en el tren, que oportunamente serviría para ignorar la ansiada espera.
Inesperadamente el sonido del teléfono perturba su concentración en la lectura, exaltándola. El llamado es de su esposo, que brevemente posterga el encuentro por otra repentina reunión de negocios, inobjetable circunstancia que justificaba la anulación y el desprendimiento de aquellas ardientes promesas. Sola en su cama, con el silencio de lo irremediable, trata de resignarse y continuar con la lectura...No habiendo terminado aún el primero de los cuentos, suspira pensante, abandonando el libro en la mesa de luz...Y lentamente se entrega a sus pensamientos que, algo perturbados por el alcohol, comienzan a inquietarse dentro de su cuerpo.
Semidesnuda empieza a dar vueltas por la alcoba retorciendo entre sus manos la botella, que con el último sorbo le regala alucinaciones acaloradas, encendiendo su sexo que toma vida propia babeando y latiendo.
Inusitadamente poseída por los instintos, el tacto o simplemente por una extraña inercia, sus manos descontroladas acarician su pubis, mientras sus pechos erguidos, con sus pezones expectantes de ser ferozmente capturados.
El derrumbe sobre la cama es inminente, para dar comienzo a una candente batalla contra los abismos de su cuerpo...
Contemplando los colores de sus alucinaciones, que van perdiendo brillo como quedándose sin combustible, bastaría un parpadeo para que sus ojos quedasen varados en la botella vacía que, fálicamente erguida en la mesa de luz, distrae sus fantasías, tanto como para sentir la boca reseca, pretendiendo levantarse, casi no dándose cuenta de su desnudez, con el cuerpo caliente aún en trance recoge la bata de seda y se envuelve en ella, para emprender la búsqueda de más alcohol, que limpie la saliva pastosa de su boca y avive el fuego de sus pensamientos.
La casa queda poseída por la más perversa de las coincidencias y en el aire se respira una neblina invisible de estrógeno y testosterona, esa misma coincidencia perversa que se aprovecha de las ausencias, del padre y esposo, de la hija y hermana.
La vuelta a su cuarto es en silencio, cada tres o cuatro pasos toma un trago que resuena en su garganta, aún más que su liviano andar. Tan meticulosa es su procesión, que cuando está por entrar a su alcoba se percata que del cuarto contiguo, con la puerta entreabierta, una pausa entre el silencio y una tenue melodía de jadeos y vigorosas respiraciones, que curiosamente percibe...
Se acerca con prolija cautela a las más oscura de las penumbras, y se encuentra con la luz de una luna morbosamente fetichista que asecha por la ventana, iluminando parte de un vientre trémulo y joven, y el brillo húmedo de un sexo, sometido a unas jóvenes manos en una búsqueda arrebatada...
A la distancia más tensa... En ese espacio que se expande y reduce... Esa única imagen la transporta y a la vez la libera de alguna culpa, porque sólo era un vientre y un sexo “casi” desconocidos por ella, descubiertos por la luz de una luna que coincidentemente se aliaba mordazmente a las otras coincidencias.
Atónita, observa la imagen durante algunos segundos...
En la más ebria de las corduras, una brisa de lucidez la desencanta y la guía a su cuarto, al que llega aún más consternada y excitada. Ya recostada en su cama continúa bebiendo y lentamente retorna a sus pensamientos, que extrañamente más motivados la van arrastrando en un intenso frenesí.
En esa alterada escalada, en el ápice de las llamas del orgasmo que procura su llegada, no puede reprimir los más agudos gemidos, que inconscientemente se dejan oír hasta el pasillo.
Entre tanto, el joven se incorpora rápidamente intrigado por la identidad de esos gemidos, sospechando una infidelidad, ya que no había oído llegar al padre, quedando eclipsado, ante sus libidinosos pensamientos que cobran vida ante sus sorprendidos ojos, bajo el marco de la puerta abierta de par en par, frente a la esposa de su padre, y la madre de su hermana...
La bajeza de la imagen era cada vez más motivadora, el juego de estar conciente, de verse uno oculto y el otro observado que por el momento ignora la secuencia.
Absorto, sin pestañar, agudizando al máximo la mirada atenta que sin pausa, termina por ser descubierta... Y una mirada ebria que acepta, otra que se invita, se entrega y captura, casi sin darse cuenta...
Totalmente fuera de contexto, la puerta de entrada es violada por un manojo de llaves que sigilosamente se introducen en la cerradura, y alguien que entra a oscuras, cuidadoso de no hacer ruido con el celofán que envuelve a un gran ramo de rosas, con la intención de sorprender a la esposa, con su llegada anticipada. Se descalza y así, a hurtadillas saboreando su chanza sube las escaleras que lo encaminan a su alcoba, no ha llegado aún cuando lo impregna una lluvia de salvajes quejidos, desencajado apura el paso, y sus ojos se estrellan contra las más impuras de las imágenes...
Afectado por una sensación impúdica, con los ojos azorados, escandalizados y perplejos, se deja embrujar por la lucha hambrienta de los dos cuerpos, hasta que ambos fallecen.
Y con la misma cautela que llegó, abandona su casa. Tres horas después regresa y se recuesta en la quietud de la madrugada.
En la mañana, la ausente, hija y hermana, llega con facturas para el desayuno familiar.
La escena gira en torno a los disfraces de ingenuidad y normalidad, que se que sorteaban en las últimas horas.
El ruido del silencio aturde a los pensamientos que por momentos se manifiestan en pupilas trémulas.
Es la hora del almuerzo y el jefe de la casa queda varado en un silencio que es notado por nadie, aunque el redoble de sus dedos en la mesa se hace cada vez más fuerte, la voz ingenua de su hija contaba los detalles de su cita de anoche a su hermano y a su madre, e improvisadamente el más trivial de los comentarios hecho por la madre desató la ira contenida del esposo que desata la mano inquieta que culmina con el compás de martilleos para terminar con la onomatopeya maldita en el más violento de los cachetazos, que se estrella en el rostro de la madre de sus hijos y se detiene súbitamente, con sus ojos que recorren la mesa para encontrarse con la mirada desconcertada de su hija, las pupilas sollozantes de su mujer que parecieran revelar lo que su esposo ya había expuesto.
Pero la mirada tensa del hombre se va quebrando lentamente para terminar ante los ojos fríos que ocultos bajo el seño furioso del niño que sin parpadear, desentierra del abdomen de su padre un cuchillo envuelto en una película de sangre que deja al lado de plato en el que estaba comiendo.
La última mirada del hombre se la dedicó al que continuaría con la descendencia y asumiría como hombre de la casa.
Sólo este libro es un testigo abandonado y quizás generador de este episodio en el que se desenvuelven algunas de las rarezas humanas, en una única coincidencia...
El Padre y Marido:
Nunca se entero de nada aunque coincidiendo con el cuento esa noche llego mas tarde.
La Hija y Hermana:
Tampoco se entero de nada, enfrascada en su mundo.
La Madre y Esposa:
Aun no termino de leer el libro que compro en el subte.
El joven Hijo:
Llego a su clímax cuando terminó de leer el libro que había encontrado en la mesa de luz de su madre.
Primer cuento del libro "Rarezas"
Gaston Hache Almada
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